jueves, junio 22, 2006

Los monos no se fían de las serpientes



Neville Chamberlain aterrizó en Londres el 30 de septiembre de 1938. “Creo que a nuestra época le ha llegado la hora de la paz”, comentó orgulloso ante la turba de periodistas. En su mano derecha mostraba un documento, y en él, la firma del mismísimo Adolf Hitler.

Sócrates predicó el diálogo, es cierto, pero como medio para alcanzar la verdad, no para crearla de la nada. Entenderse con quien piensa diferente es bueno. Pero el diálogo tiene una serie de condiciones que se comprenderán fácilmente. Al menos exige a dos interlocutores, con uso de la palabra, en sus cabales también, y respeto (sin tanques frente a la línea Maginot, sin pistolas encima de la mesa).

Borges define magistralmente a Hitler: “Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe”.

El primer ministro británico, Chamberlain, en el error más fatídico de la historia europea del siglo XX, consideró que tras la Primera Guerra Mundial la opinión pública apoyaría su plan de apaciguamiento de la Bestia. Acertó, claro (era un político). Hitler había invadido parte de Checoslovaquia, se había pasado por el forro de sus cojones de dictador sanguinario el Tratado de Versalles. Y Chamberlain, junto con su amiguito Daladier (el frances, otro que vamos…) se fueron a “dialogar”. Y cualquier jugador de mus sabe que los órdagos se aceptan o se rechazan, se ganan o se pierden, pero nunca se negocian.
Sin embargo, la noche del 30 de septiembre de 1938, Chamberlain durmió plácidamente en el 10 de Downing Street mientras grupos de londinenses cantaban bajo sus ventanas “For he is a jolly good fellow… (Es un muchacho excelente…)”, mientras la sentencia de muerte para Checoslovaquia y cientos de miles de sus habitantes también estaba firmada. Por eso no comprendió nada cuando Winston Churchill atacó sus acuerdos. ¿Atacar la paz?, ¡imposible!.

Lo que siguió al “diálogo” es conocido. Hitler, cuando estuvo preparado, se pasó por el forro de los cojones (otra vez) el papelito de Chamberlain. Invadió Checoslovaquia, anexionó Austria. Y las potencias europeas pensaron “bueno, vaaale, qué le vamos a hacer”, pensaron que cediendo un poco conseguirían la paz. Y consiguieron la Segunda Guerra Mundial. Qué contradicción ¿verdad?.
Al final resultó que al cabeza-hueca de Chamberlain se le olvidaron la firmeza, la dignidad, y las condiciones imprescindibles del diálogo.

También podrían haber dejado que invadiera Polonia. Luego Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Italia, Suiza, España… y Hitler hubiera muerto como un viejito venerable e inofensivo, tipo Pinochet, tipo Castro o Josu Ternera.

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